Hijos de nadie. La institución que recibía bebés por un agujero en la pared y su vínculo con el origen de un conocido apellido

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Durante décadas, cientos de niños abandonados en las calles de Buenos Aires recibieron un mismo apellido: Expósito. No era un nombre de familia. En los registros eclesiásticos de fines del siglo XVIII, algunos bebés recién nacidos e inmediatamente abandonados eran catalogados con ese “apellido”, usado en Europa como sinónimo de “niño expuesto”. No todos lo recibían, en Buenos Aires no fue nunca una práctica sistemática, pero el rótulo bastaba para señalar su origen: hijos “de nadie”, criados por el Estado o la caridad, sin identidad materna o paterna, ni herencia.

Desde tiempos remotos, el abandono infantil fue una constante en distintas sociedades del mundo. En la antigua Roma, el patria potestas otorgaba al padre el derecho de aceptar o rechazar a un recién nacido. Si no lo deseaba, simplemente lo “exponía”, es decir, lo dejaba a la intemperie o en la puerta de un templo, a merced de los dioses o de algún alma caritativa. Con los siglos, esa práctica fue institucionalizándose.

El primer edificio de la Casa de Expósitos, inaugurado en 1873, en la actual avenida Montes de Oca. Hoy en su lugar está emplazado el El Hospital General de Niños «Pedro de Elizalde»

El término “expósito” proviene del latín expositus, “expuesto”. En Europa occidental, durante la Edad Media y el Renacimiento, comenzaron a surgir los primeros espacios organizados para atender a estos niños. En el año 787, en Milán, se fundó el primer hospicio cristiano destinado exclusivamente a recibir criaturas abandonadas. En 1198, el papa Inocencio III instaló en Roma un torno giratorio (una pequeña rueda de madera incrustada en el muro del hospital Santo Spirito) que permitía a las madres dejar a sus hijos sin ser vistas. Fue una solución cruda pero eficaz para preservar el anonimato, especialmente en una época en que la maternidad fuera del matrimonio era motivo de estigma y condena social.

En Florencia, en 1419, se inauguró el Spedale degli Innocenti. Y hacia fines del siglo XVI, España avanzó en la institucionalización del cuidado infantil con la creación de las Inclusas de Madrid, una Casa Real de Niños Expósitos situada en la Puerta del Sol, que sirvió de modelo para buena parte del mundo hispano. La idea pronto se expandió a América: en 1604 se abrió un hospital para expósitos en Puebla, en 1767 una casa similar en Ciudad de México, y en 1759 se fundó una institución en Santiago de Chile. En todos los casos, los niños eran depositados y criados bajo custodia institucional o por “amas de leche”.

El espacio, en el muro de La casa de expósitos, para recibir a los niños.

La experiencia europea, especialmente la española y la italiana, fue determinante para lo que ocurriría tiempo después en el Río de la Plata.

Buenos Aires se sumó tarde a la lista de ciudades que enfrentaban el drama del abandono infantil con una institución específica. Hacia fines del siglo XVIII, la ciudad ya superaba los 35000 habitantes, y el fenómeno de los niños dejados en calles, portales o conventos era innegable. El propio síndico procurador del Cabildo, Marcos José de Riglos, elevó una propuesta enérgica al virrey Juan José de Vértiz: denunció la aparición de cadáveres de neonatos devorados por perros en la vía pública y solicitó una solución urgente, en nombre de la “piedad cristiana” y del “orden público”.

El «Hospital y Casa de Niños Expósitos» comenzó a funcionar en las actuales calles Perú y Alsina. Luego, en 1873, se mudó a Barracas, que era una zona de quintas

La iniciativa fue aceptada. El 7 de agosto de 1779 se fundó oficialmente la Casa de Niños Expósitos de Buenos Aires, con el modelo español como referencia directa. Comenzó a funcionar con recursos precarios. Para sostenerla, se apeló a una combinación de ingresos: alquileres de habitaciones, limosnas, funciones teatrales y, sobre todo, una imprenta propia, traída del Colegio Montserrat de Córdoba, que imprimía catecismos y textos escolares.

Desde el inicio, se colocó un torno giratorio en la entrada: un cilindro de madera empotrado en la pared que permitía a las madres dejar a sus bebés de manera anónima. Este dispositivo, ya usado en Madrid, Roma o Nápoles, fue central en la operación de la Casa hasta su supresión más de un siglo después, en 1891. El historiador Diego Conte explica que el torno permitía salvar a muchos niños de estar en una situación vulnerable, pero también sostenía el anonimato, que a ojos de muchos promovía el abandono irresponsable.

Imagen histórica, con niños en las escaleras de La Casa de Expósitos

Los primeros ingresos de niños fueron numerosos. En el primer inventario de la Casa, realizado apenas semanas después de su apertura, se contaban apenas seis cunas, algunos colchones de algodón. Pronto, cada niño ingresado era asignado a una “ama de leche” que lo criaba en su casa hasta que fuera adoptado o ubicado en una familia sustituta.

Las “amas de leche” solían repartir su propia leche entre el expósito y sus propios hijos. A cambio, recibían un salario mensual de seis pesos y algo de vestimenta infantil que proveía la Casa. El número de ingresos crecía año a año, y con ellos también lo hacía la dificultad para sostener la estructura.

La imprenta, uno de los pilares de la economía de la Casa de Expósitos

La mortalidad era altísima: según los registros que recopiló el historiador José Luis Moreno, más del 56% de los niños morían antes de los dos años. En algunos años esa cifra superó el 60%. A los bebés no se les asignaba apellido, sino solo un nombre y un número.

Saturnino Segurola, médico de formación, fue uno de los primeros directores de la Casa de Niños Expósitos. Su designación fue aprobada por el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón.

A partir de 1784, la administración de la Casa de Niños Expósitos fue entregada a la Hermandad de la Santa Caridad. Sin embargo, en las décadas siguientes, la gestión fue motivo de frecuentes tensiones con el Cabildo de Buenos Aires. Las autoridades civiles, que financiaban buena parte del funcionamiento, reclamaban sistemáticamente una mejor rendición de cuentas y denunciaban irregularidades administrativas. Según José Luis Moreno, la institución atravesó un déficit persistente a lo largo del período 1780–1820, con recursos inestables y registros financieros fragmentarios.

Las dificultades se agravaron durante las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807 y, luego, con el estallido de las guerras de independencia, cuando el presupuesto virreinal se orientó casi por completo al esfuerzo bélico. En ese contexto, la Casa sobrevivía con lo justo: el pago a “amas de leche” se volvía irregular, las condiciones de vida eran precarias y la mortalidad infantil se mantenía elevada. La preocupación llegó al ámbito público: tanto el Cabildo como periódicos de la época, como El Censor, criticaron en diversas ocasiones el estado de abandono de la institución y la falta de reformas estructurales.

Fue entonces que se impulsaron las reformas. En medio del escándalo y el deterioro, el Cabildo propuso en 1817 que la administración de la Casa de Niños Expósitos quedara en manos de un hombre respetado por su trayectoria médica, religiosa y patriótica: el canónigo Saturnino Segurola. Médico de formación, Segurola había sido uno de los impulsores de la vacunación contra la viruela en el Río de la Plata. Su designación fue aprobada por el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón.

Las «amas de leche» junto a los bebés en la Casa de Expósitos

A poco de asumir, Segurola redactó un nuevo reglamento para el funcionamiento de la Casa. Allí establecía medidas concretas: exámenes médicos periódicos para las “amas de leche”, aislamiento profiláctico en casos de enfermedades contagiosas, control sanitario sobre los niños y mayor transparencia en la administración de fondos.

El impacto inmediato en la mortalidad no fue sustancial. Las cifras siguieron siendo alarmantes. Pero sí mejoró la organización institucional. Las rendiciones contables comenzaron a llegar al Cabildo en tiempo y forma, se ordenaron los archivos y se plantearon reformas a largo plazo, como la inclusión de los niños expósitos en las escuelas públicas. Incluso se discutió la posibilidad de enseñarles oficios de forma más sistemática.

Sin embargo, el clima político era volátil. En 1819, tras conflictos internos y la revocación de su puesto en el Cabildo, Segurola presentó su renuncia. A partir de entonces, la dirección de la Casa se volvió errática: pasaron por el cargo el alcalde Ignacio Correas, el doctor Justo Albarracín y hasta regidores que lo asumieron de forma provisoria, como José Tomás de Isasi. Ninguno logró consolidar un nuevo rumbo.

La Casa volvió a tambalear. Y en ese marco, surgió la decisión que marcaría un antes y un después: la creación de la Sociedad de Beneficencia.

En 1823, con el gobierno reformista de Martín Rodríguez y la influencia directa de su ministro Bernardino Rivadavia, se creó la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires. a partir de su creación, esta institución comenzó a hacerse cargo de la casa, en reemplazo de la hermandad.

La primera Casa de Niños Expósitos la estableció el Virrey Vértiz donde actualmente se encuentra la Manzana de las Luces, en Perú y Alsina.

Además de estabilizar las cuentas, las autoridades buscaron ordenar la vida interna de la Casa. Se promovió la instrucción básica, el aprendizaje de oficios, y se mantuvo la estructura de “amas de leche”, aunque con mayor fiscalización.

Ese mismo año, la Casa tenía registradas 99 amas de leche activas, una cifra que da cuenta de la magnitud de la atención. La mortalidad seguía siendo alta, pero el rumbo institucional se encaminaba hacia una estructura más profesional y menos dependiente de la caridad religiosa.

Con el correr de las décadas, la Casa de Niños Expósitos fue mutando. A fines del siglo XIX, en el contexto de los debates higienistas y moralizantes de la época, se desató una campaña pública contra el torno. Los médicos, juristas y filántropos de la nueva élite afirmaban que el anonimato perpetuaba la irresponsabilidad de los padres, y que el Estado debía asumir un rol más firme en la regulación de la infancia. En 1891, el torno fue clausurado, luego de más de un siglo de funcionamiento. La institución pasó a llamarse Casa Cuna, y su modelo de atención se orientó hacia una lógica más sanitaria y menos caritativa.

En paralelo, la Casa fue expandiendo su infraestructura y sus funciones, hasta transformarse, con el paso del tiempo, en el actual Hospital General de Niños Pedro de Elizalde.

En 2025, la UNESCO reconoció el valor histórico de esa trayectoria. La colección de catecismos, cartillas escolares y manuales impresos por la Imprenta de Niños Expósitos, fundada en 1780 para financiar la institución, fue incorporada al Registro Regional Memoria del Mundo.

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