Suele decirse que estamos en un tiempo de debilitamiento de la globalización. Es posible que eso sea cierto en relación con políticas aplicadas por algunos países que regulan el comercio transnacional de bienes físicos. Pero en estos tiempos la globalización ya es muchísimo más que eso. Y ello se acredita en que el intercambio de valor económico por encima de las fronteras crece en muchos rubros antes no considerados económicos. Uno de ellos es el conocimiento. Entendiendo (como enseña Tom Davenport) el conocimiento (que, por definición, es global) como la suma de la información, más la interpretación, más el análisis, más el contexto, más la experiencia (praxis).
Señala Dorothy Neufeld (basándose en los ciclos de innovación de Schumpeter) que vivimos en la sexta era histórica de innovación, y que esta (mientras las eras están siendo cada vez más cortas en el tiempo) tiene por instrumentos primordiales la inteligencia artificial, la robótica y las energías limpias.
El saber aplicado ha pasado a ser el principal insumo en los procesos de generación de valor en el mundo. Y nada hay más global que ello, por lo que (más allá de las regulaciones sobre el intercambio transnacional de productos físicos) probablemente debamos acostumbrarnos a medir la globalización de otro modo. Hoy, el conocimiento organizado en los ecosistemas productivos genera el nuevo y mayor capital: el capital intelectual (definido por Edvinsson y Malone como la posesión de conocimiento, experiencia aplicada, tecnología organizativa, relaciones con los clientes y capacidades profesionales que proveen a la empresa de una ventaja competitiva en el mercado). El capital intelectual es el mayor creador de valor económico del planeta. Y su internacionalidad es muy difícilmente restringible.
En un reporte del 28 de febrero pasado, la World Intellectual Property Organization (WIPO) señala que en el planeta (a diferencia de lo que ocurre con el tradicional valor basado en activos físicos) el valor intangible corporativo global experimentó una fuerte recuperación en 2024, al crecer el 28% con respecto a 2023 y superar su máximo de 2021 (al llegar a unos 80 billones de dólares). Y enseña: los activos intangibles incluyen la investigación y el desarrollo (I+D), la propiedad intelectual, las marcas, el software, las bases de datos, los activos organizacionales y las habilidades. A propósito: el valor del mercado mundial de big data creció 60% en los últimos cinco años.
Por un lado, en vastos lugares del planeta, la política sigue aferrada a la vieja economía, poniendo límites y restricciones a intercambios físicos y pretendiendo agobiar con caprichos geopolíticos a los ecosistemas creadores de valor, pero por otro lado esos ecosistemas se han desarrollado en todo el globo, entre empresas con cotizaciones más valiosas que nunca en la historia gracias a la adhesión de consumidores globales. Se trata de esos ecosistemas que Carayannis y Campbell definen como los sistemas constituidos en metarredes de innovación (redes de redes de innovación y grupos de conocimiento) y meta-grupos de conocimiento (grupos de redes de innovación y grupos de conocimiento). En ellos, las empresas se han convertido por primera vez en la historia en las grandes generadoras de nuevas realidades para la vida cotidiana (transformándose en los mayores creadores de situaciones aspiracionales y quitándole de ese modo ese cetro a la política, lo que contribuye al desencanto de la política por parte de las nuevas generaciones, embelesadas con las nuevas empresas líderes). Ellas continúan conformando una nueva globalización: la del saber, las comunicaciones, la internacionalidad interpersonal y horizontal.
No se trata solo de la inteligencia artificial (absolutamente global). En los últimos meses, el mundo ha generado avances tales como nuevas terapias contra el mal de Parkinson, un anticuerpo humanizado que detiene la enfermedad fibrótica de raíz, un revestimiento reflectante del calor –no tóxico y de bajo costo– para edificios y superficies o el nuevo corn-crete (material de construcción que utiliza residuos de maíz), que es una fuente de cementos alternativa y más sostenible.
Enseñaba Clayton Christensen en la Universidad de Harvard que cuando se habla de innovación hay que especificar a qué tipo de innovación uno se refiere. Hay una (la más simple, la innovación “eficiente”) que consiste en desarrollar nuevos métodos internos en una empresa para reducir costos produciendo más. Hay otra (la “sostenible”) que consiste en agregar algunas características a los productos conocidos para prolongar su vida en el mercado. Pero hay una tercera (la innovación “disruptiva”), que es la que surge de crear nuevas realidades, generar nuevas prestaciones, inventar con sentido económico (como alguna vez fue la energía eléctrica, internet o el teléfono celular, y ahora es el blockchain o la inteligencia artificial). En el mundo se desarrolla la innovación disruptiva a través de empresas que se han convertido en las organizaciones más poderosas del planeta. Y ellas actúan a través de redes integradas por numerosos actores (inventores, financiadores, diseñadores, manufacturadores, comercializadoras, prestadores de servicios complementarios.).
Por eso recientemente Julio María Sanguinetti expresó en la nacion que “mientras la política declina, la ciencia sigue avanzando”. Es hora de que se analice la globalización desde otra perspectiva: la del intercambio de saber productivo que genera una innovación disruptiva indetenible.
Mientras leemos en las noticias sobre los conflictos internacionales, la nueva economía va actuando por encima y por debajo.ß
Especialista en negocios internacionales, director de la Maestría en Dirección Estratégica y Tecnológica del ITBA